
Vida perruna
No recuerdo el nombre de aquel pueblín del concejo de Ponga, pero sí que era verano y que los cerezos relucían con ese verde esmeralda que bañaba el entorno.
Un crío de cinco o seis años descendía corriendo el camino sin asfaltar que pasaba delante de una pequeña cabaña de piedra. Yo miraba la escena desde una esquina del pueblo. El niño pasó de largo y vi por el rabillo del ojo que algo se movía entre las ranuras de unos tablones mordidos por el tiempo y la humedad y que servían de cierre a una pequeña cuadra.
Lo que se escondía tras las tablas de aquel portón no era otra cosa que un cachorro de raza indefinida y pocos meses de vida. Encerrado en la cabaña, olisqueaba el aire sacando su nariz entre los listones de madera, sin perderme de vista.

Mientras le hacía fotos, pensé en sus congéneres de ciudad. En esos a los que esta sociedad moderna ha convertido en los sustitutos de los hijos, rodeándolos de lujos y cuidados que a veces sonrojan a uno. Porque los urbanitas tratamos a nuestras mascotas confundiendo lo de formar parte de la familia con lo de convertirlos en seres humanos en todos los aspectos de sus vidas.
En los pueblos, la mayoría de los perros son queridos, respetados y ejercen la función que llevan a cabo al lado de la sociedad que los domesticó desde los tiempos del neolítico. Y sobre todo no dejan de ser perros, fieles compañeros de vida que dan muchas, muchísimas satisfacciones y requieren y merecen el mismo cariño y lealtad que ellos nos otorgan como miembros de su manada.
Mientras me debatía en esta reflexión, alguien abrió la puerta de la cuadra, acarició al bicho y sin más, lo dejó salir a corretear.
-¿Cómo se llama?
pregunté inocentemente al anciano que salía de la cuadra.
La vida de Pepe
-Pepe
La respuesta dibujó una sonrisa en mi cara. ”Ya la jodimos” pensé.
Y seguí haciéndole fotos a Pepe, uno de esos perro de pueblo.